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El 4 de febrero de 2013, el periodista David Brooks escribió en ‘The New York Times’: “Si me pidieran describir la filosofía emergente del momento, diría que es el ‘datoísmo’. Hoy tenemos la capacidad de recopilar grandes cantidades de datos. Esta capacidad parece llevar consigo ciertos supuestos culturales: que todo lo que se puede medir debe medirse, que esos datos son un lente transparente y confiable que nos permite filtrar el sentimentalismo y la ideología, y que esos datos nos ayudarán a hacer cosas notables, como predecir el futuro”.
Seis años después, lo que era un concepto recién acuñado –datoísmo o dataísmo– se ha convertido en ideología, y hasta en religión. O al menos eso piensan intelectuales como el filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han o el historiador israelí Yuval Noah Harari; autores, respectivamente, de ‘Psicopolítica’ (Herder) y ‘Homo Deus’ (Debate).
Una religión, dice Harari, porque se trata de una devoción por los datos, potenciada hasta lo inimaginable por los avances de la inteligencia artificial, que se abastece de ellos gracias a nuestros computadores y celulares, relojes, televisores, autos y, muy pronto, hasta nuestras camas. Lo que hacemos se traduce en datos que recogen las grandes corporaciones de internet, y con ellos se puede desde predecir y modelar comportamientos individuales y colectivos hasta lograr progresos fantásticos en diversos campos, como la medicina o la ingeniería.
Y según Han, esa acumulación de datos es un entramado de información, pero no de sentido; no hay narración ni teoría. “La segunda Ilustración –dice– es el tiempo del saber puramente movido por datos”. Ante lo cual Harari advierte que después de haber venerado a dioses y a hombres, la adoración de los datos pone en cuestión al humanismo y al libre albedrío.
El filósofo francés Éric Sadin, autor de ‘La humanidad aumentada’ (Caja Negra), opina: “Esos sistemas son capaces de interpretar situaciones y tomar decisiones sin que el ser humano tenga que intervenir”. El horizonte es mercantilizar todas las esferas de nuestras vidas, cree Sadin. Mientras que el economista canadiense Nick Srnicek (‘Capitalismo de plataformas’, Caja Negra), ya habla de un “capitalismo de datos”, a propósito de la economía basada en aplicaciones o plataformas, desde Google hasta Airbnb.
Desde el siglo XVIII, el progreso tecnológico ha sido una promesa de cada vez mayor libertad para el ser humano: libertad o, si se prefiere, autonomía respecto de lo que podríamos llamar el destino o la naturaleza.
Esa promesa es la que se ha renovado y reforzado en el siglo XXI con la revolución digital y, últimamente, con los avances de la inteligencia artificial y el ‘big data’. Pero ¿a dónde nos podría llevar? Autores como el físico chileno César Hidalgo hablan del “triunfo de la información”. “La democracia tiene esta idea de que la gente tiene que ejercer el poder, pero como las personas no pueden ejercer el poder de manera directa, se elige a un representante, y ese representante es un cuello de botella en el sistema al que cualquiera que desee capturar la democracia debe capturar también”, dijo el año pasado Hidalgo a ‘El Mercurio’. ¿La solución? “Imaginen un futuro en el cual cada persona tiene un senador personalizado, pero ese senador personalizado no es una persona, es un ‘software’, un agente de inteligencia artificial que toma datos sobre tus hábitos de lectura, sobre tus interacciones en redes sociales, tu test de personalidad e información que tú le provees para que te represente cada vez que una ley o una legislación se va a votar”.
Dicho a grandes rasgos, están los optimistas que ven en el ‘big data’ la posibilidad de superar desigualdades y aumentar la libertad humana; y los pesimistas que, en cambio, advierten que detrás de ese mundo feliz está el Gran Hermano.
Autores como el filósofo francés Luc Ferry, autor de ‘La revolución transhumanista’ (Alianza), quien sin desconocer las bondades de las nuevas tecnologías, desde la medicina hasta la economía, se pregunta abiertamente hasta dónde estamos dispuestos a sacrificar importantes áreas de nuestra vida privada “para beneficiarnos con las ventajas del ‘big data’ ”. Dicho de otro modo: ante el exponencial avance en el procesamiento de datos, qué cree usted: ¿estamos cerca de la autonomía que prometió y buscó la Ilustración? o, al revés, ¿el progreso tecnológico y en particular el dataísmo nos llevará al paradójico resultado de una pérdida de libertad? Cuatro intelectuales dan su visión.
‘Hablamos de poder’
Dejando de lado el hecho de que desde hace bastante tiempo, la idea de progreso ha estado en cuestión, y la devastación de nuestro medioambiente es solo un ejemplo, todos sabemos, “conocimiento es poder”, y hoy las aplicaciones en nuestros aparatos celulares saben más de nosotros que nosotros mismos. Muchas veces eso nos facilita la vida, pero también podría significar enormes amenazas. Quienes manejen los datos pueden ser capaces de ayudarnos a prevenir catástrofes o a entender el funcionamiento del clima o de nuestra genética, pero también de invadir nuestra privacidad, manipular nuestras decisiones o poner en peligro la democracia.
‘Nos encierra en el pasado’
Cada vez es más claro que dar poder a la inteligencia artificial (IA) limita la libertad en varios aspectos. Hoy, la mayor parte de la IA comercialmente viable es de aprendizaje automático, se alimenta de cada huella digital que dejas con cada paso digital que das. Por lo tanto, este aprendizaje automático solo puede replicar los pasados que ya existieron. Más aún: crea una versión optimizada de ese pasado. Dar todo el poder a la IA nos condena a repetir nuestra historia por siempre. Limita nuestra libertad porque nos encierra en nuestros pasados o, al menos, en los pasados de aquellos que nos han precedido.
Necesitamos desarrollar un nivel de conciencia que no solo sea lo suficientemente fuerte para guiar nuestro propio pensamiento (actualmente muy pocas personas pueden hacer esto), sino que también sea capaz de guiar a nuestras máquinas de pensamiento. En resumen: nosotros, como humanidad, necesitamos evolucionar. Y con rapidez.
‘Hay cosas claves en juego’
El dataísmo, como lo llamó David Brooks, designa dos cosas al mismo tiempo. Una, la increíble capacidad hoy disponible para reunir y procesar datos; de otra parte, la convicción ideológica de que ese fenómeno, conforme se expanda, hará la vida humana mejor. Pienso que ambas afirmaciones que la filosofía del dato esconde son erróneas.
Desde luego, reunir y procesar datos sirve para predecir comportamientos, hábitos de consumo e incluso trazar perfiles genéticos; pero hay algo que ni siquiera la reunión más fantástica de datos imaginable podría hacer: tener intenciones o capacidad reflexiva. En suma, el dataísmo en su dimensión tecnológica –la capacidad de reunir y procesar datos– podrá aligerar la vida y predecir comportamientos rutinarios; pero no agregará un ápice a esa dimensión de lo humano consistente en ejecutar actos con propósitos y conferirles un sentido.
Y hay varios riesgos. Ocurre que la cultura democrática descansa sobre una imagen del ser humano como un agente de su propio quehacer, alguien que está constituido por un magnífico factor de incertidumbre al que llamamos libertad. La idea de responsabilidad, la creencia de que hay cosas que acontecen porque son causadas por nuestra decisión; la de dignidad, que reposa en la convicción de que cada uno es único e irrepetible; la de inviolabilidad, conforme a la cual ningún ser humano puede ser usado como medio. Si comenzamos a ver al ser humano como el fruto de una causalidad que los datos permiten describir, todos esos bienes morales se vendrán poco a poco al suelo.
‘Concientizar y apropiarse’
Hace un tiempo leía una entrevista al investigador chileno César Hidalgo, quien trabaja en un proyecto que nos permitirá tener más tiempo libre para dedicarnos a nuestra vida, a pensar, a la creación y al arte, mientras unos algoritmos podrán predecir nuestras opciones políticas y tomarán decisiones por nosotros, incluso podrían votar, asumiendo de alguna manera que a los humanos no nos interesa la política. Ese es un peligro claro de la llamada ‘datificación’. Incluso, en las humanidades digitales (HD) hay una impronta ‘datificadora’. El surgimiento de nuevas metodologías en las humanidades a partir del uso de técnicas digitales de procesamiento de datos no es algo negativo ‘per se’, abre horizontes valiosos de análisis, pero se vuelve problemático cuando este campo se define solo desde el procesamiento de datos y se olvida de las experiencias estéticas, las formas de creación, los cambios en las formas de percepción y otros temas de corte más cualitativo. En este sentido, observo una fetichización de los datos que proviene principalmente de las HD norteamericanas.
Hoy se están creando novelas y poemas generados por algoritmos. Frente a eso, la reacción apocalíptica es que “seremos reemplazados por máquinas” o que “la máquina nunca podrá superar la sensibilidad humana”. Pero la pregunta es cómo convivimos con estas tecnologías, cómo nos las apropiamos, cómo las evaluamos y qué tan conscientes somos de su funcionamiento.
Mario Hamuy es astrónomo y académico de la Universidad de Chile, premio nacional de Ciencias Exactas y autor de ‘El Sol negro’ (Debate).
Martin Hilbert es profesor de la Universidad de California, especialista en Comunicación, creó y coordinó el Programa Sociedad de la Información de la Cepal; es autor de ‘Digital Processes and Democratic Theory’ (Google Books).
Carlos Peña es filósofo, rector de la Universidad Diego Portales (UDP, Chile); su libro más reciente es ‘El tiempo de la memoria’ (Taurus).
Carolina Gainza es Ph. D. en literatura hispánica de la Universidad de Pittsburgh, profesora en la UDP, autora de ‘Narrativas y poéticas digitales en América Latina’ (Cuarto Propio / Centro de Cultura Digital).
JUAN RODRÍGUEZ M.
EL MERCURIO (Chile) – GDA
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